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La política no será limpia hasta que no lo sean sus ciudadanos

Hoy, las redes sociales se desbordan de indignación. Cada día, cientos de miles de usuarios denuncian con vehemencia la corrupción política. Los políticos, una vez más, son señalados como los únicos culpables de un sistema podrido, como si ellos hubieran surgido de otro planeta, ajeno a nuestras costumbres, valores y prácticas cotidianas. Pero ¿y si la corrupción no fuera un mal exclusivo de los gobernantes, sino el reflejo de una enfermedad más profunda, arraigada en la cultura misma de nuestro pueblo?

La pregunta no es retórica. Es urgente. Porque mientras exigimos transparencia en los despachos de gobierno, muchos de nosotros normalizamos pequeñas formas de corrupción en nuestra vida diaria: desde el soborno para agilizar un trámite, hasta el uso del favoritismo en el trabajo, pasando por el silencio cómplice ante el abuso de poder. Si todos odiamos la corrupción, ¿por qué permitimos que forme parte de nuestro tejido social?

El caso del doctor René Favaloro, pionero del bypass coronario, es una herida abierta en la conciencia nacional. Un hombre que, tras brillar en Estados Unidos con ofertas millonarias, eligió regresar a su patria para servir a su gente. Pero no encontró solo agradecimiento. Encontró burocracia, desidia, desprecio a su labor y, sobre todo, una corrupción institucional que terminó por quebrarlo. Su trágico suicidio no fue solo un acto de desesperación personal, sino un grito colectivo: cuando la honestidad no tiene espacio, la sociedad entera enferma.

Y sin embargo, en la Cleveland Clinic, donde Favaloro dejó huella, un busto de bronce lo honra como a un héroe de la medicina. Allí, su legado no fue mercadeado ni dilapidado. Allí, el mérito fue reconocido. Aquí, en cambio, a veces parece que premiamos más el enchufe que el esfuerzo, más el discurso que la acción.

Esto nos lleva a una reflexión incómoda: la corrupción no es un virus importado. No es un fenómeno que solo ocurre en los salones del Congreso o en los despachos ministeriales. Está en nosotros. En cada vez que usamos una mínima cuota de poder —un puesto, una recomendación, una influencia— para beneficiarnos a costa de otros, sin justicia ni mérito. ¿No es corrupción sembrar rumores para desacreditar a un colega, aunque no tengamos pruebas? ¿No es corrupción pedir un trato especial a cambio de un voto, como si el derecho ciudadano tuviera precio?

Aquí entra en juego la ética. No como una asignatura olvidada en la escuela, sino como brújula vital. Platón ya lo decía en La República: el Estado no puede ser justo si sus ciudadanos no lo son. La política no crea la moral; la refleja. Si nuestra sociedad valora el atajo sobre el esfuerzo, el favor sobre la ley, no podemos exigir a nuestros representantes que sean ejemplares mientras nosotros mismos vivimos en la ambigüedad.

Y Kant, desde su rigurosa filosofía, nos recuerda que la dignidad humana no tiene precio. Es intrínseca. Irrenunciable. Pero ¿qué dignidad queda cuando un ciudadano vende su voto a cambio de una vivienda o un trabajo? ¿No es ese “toma y daca” la semilla de la corrupción sistémica? Si el derecho a elegir se convierte en mercancía, el sistema entero se corrompe desde abajo.

Por eso, erradicar la corrupción no puede comenzar solo con investigaciones judiciales o leyes más severas —aunque estas son necesarias—. Debe comenzar con un acto colectivo de honestidad: mirarnos al espejo. Reconocer que, en pequeñas decisiones, todos hemos alimentado esta cultura del privilegio, del clientelismo, del “yo primero”.

Nuestros hijos no merecen heredar un país donde la justicia dependa de quién conoces, no de quién eres. Merecen una sociedad donde la dignidad no se negocia, donde el mérito se premia, y donde servir al bien común no sea un acto heroico, sino lo normal.

La política no será limpia hasta que no lo sean sus ciudadanos. Porque la corrupción no es solo un problema de los que gobiernan. Es, ante todo, un problema de todos nosotros. Y solo entre todos, con ética, compromiso y autocrítica, podremos sanarla.

Autor: Rubén Larrondo

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