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Nota de opinión: “Robar ideas no es gobernar, es impostura”

Les cuento: En la última elección general, un grupo de amigos me propusieron ser parte de una lista (Unidad Popular y Social) que -desde el sentido común- no tenía posibilidad alguna de lograr un espacio de poder. Nuestro candidato a intendente fue Mauro Lezcano. Un mes antes de la elección formalizamos la lista. No tuvimos aporte de dinero de nadie, y tampoco contábamos con recursos propios. Éramos un grupo de pobres con ganas de hacer ruido. Comenzamos a publicitar en las redes sociales, nos dieron aire gratis en las radios y esa fue toda nuestra campaña. Un 4% del electorado votó por nosotros. Es decir, nos votamos nosotros mismos, familias algunos amigos. Fin de la experiencia. Luego, el peronismo nos culpó de que habían perdido la posibilidad de ser gobierno por nuestro magro 4% y el de otra lista peronista que fue por otro lado. Lejos de reconocer que estaban subidos a la cumbre de su ego y, sintiéndose dueños de un escudo, eso les era suficiente para ganar. No fue así.

Vuelta de página. Fuera de lo ya dicho -y sin relación directa con los mencionados- hay algo profundamente indignante en la política contemporánea: la normalización del robo intelectual como estrategia de gestión. No se trata ya solo de la corrupción, de la que todos sospechamos pero no tenemos forma de probar, que se oculta en sobornos o sobreprecios, sino de una forma más cínica y sutil de usurpación: apropiarse descaradamente de las ideas ajenas, sin siquiera el decoro de un reconocimiento. Y lo peor no es el hurto en sí, sino la hipocresía con la que se disfraza: como si aprobar una política pública fuera un acto de generosidad, cuando en realidad es solo el reconocimiento tardío —y silencioso— de que otro tuvo una mejor idea.

Siento “pudor” al reclamar la autoría de nuestras propuestas. Pero ¿por qué deberíamos avergonzarnos? ¿Acaso no es parte del debate democrático atribuir con honestidad el origen de las ideas? En una sociedad que venera la innovación en la tecnología, la ciencia o el arte, resulta grotesco que en política se premie la capacidad de maquillar como propias las iniciativas que otros gestaron en la soledad del esfuerzo, sin recursos, sin micrófonos, sin la caja del Estado.

No es el aplauso lo que busco, es decirle al público aburrido que alguna vez, esas propuestas, fueron parte de una plataforma electoral, y que sin embargo, no fueron lo suficientemente atractivas para inclinarse a optar por ello y ahora las aplauden (la tarjeta de salud que la implementó la provincia para los medicamentos; el polo gastronómico; reactivar el cine, transporte interurbano, etc.).

Detengámonos en lo absurdo del argumento implícito de los funcionarios que se apropian de esas ideas: si sus propios programas electorales eran tan pobres que, apenas iniciado su mandato, ya necesitaban recurrir al repertorio de adversarios marginales, entonces su victoria no fue un voto de confianza, sino un error de percepción del electorado. Lo que hoy celebran con fotos institucionales y “me gusta” en redes, fue ayer descartado con desdén por quienes hoy lo exhiben como si lo hubieran parido ellos. Eso no es pragmatismo político. Es vacío ideológico disfrazado de apertura.

Peor aún: cuando un político toma una idea ajena y la presenta como novedad, no solo comete un agravio contra su autor original, sino que engaña al ciudadano. Porque ese ciudadano termina creyendo que el mérito de una buena política está en quien la implementa, y no en quien la pensó cuando nadie le daba bola. Así, la política se convierte en una farsa donde importa más la imagen que el origen, más la posesión que la creación, más la exposición que la honestidad intelectual.

Y sí, tal vez reclamar la autoría suene a ego herido. Pero hay un punto en el que el silencio deja de ser humildad y se convierte en complicidad con la impostura. Si una plataforma electoral —aunque haya obtenido solo un 4%— contenía propuestas concretas que hoy se implementan, entonces ese 4% no era “ruido”, era señal. Y si esa señal fue ignorada en las urnas pero copiada luego en los despachos, la crítica no es vanidad: es justicia simbólica.

Finalmente, esta dinámica refleja un mal mayor: la política local está inundada de “vendedores de humo”, personajes que confunden el poder con la visibilidad, y que, al carecer de sustancia, recurren al reciclaje de lo ajeno para fingir capacidad de gobierno. En unos años, probablemente alguno de ellos tengan una calle con su nombre, mientras sus verdaderos aportes —nulos o usurpados— se diluyan en el olvido.

Después la historia se cuenta según el historiador, lejos, casi siempre, de la crónica real de los tiempos. De hecho, el mayor delincuente de la historia -Bernardino Rivadavia- tiene plazas, calles y paseos en todo el país, y se muestra muy tranquilo en los manuales de historia. Así, nuestros “próceres” locales, seguramente en un par de décadas podrán darle su nombre a alguna calle, alguna plaza o algún paseo, sin que nadie sepa por entonces, que solo vendieron humo, se sirvieron de la miserable cuota de poder que cosecharon y no mucho más.-

Autor: Rubén Larrondo (rularrondo@gmail.com)

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